martes, 22 de julio de 2014

MANUEL ANTONIO CASTRO GONZÁLEZ: BIOGRAFÍA HISTÓRICA

Manuel Antonio de Castro.



                                                                  Por Carlos Ibarguren Aguirre*
         
           Manuel Antonio Castro y González, nació en Salta el 9-VI-1776 (no en 1772 como estampa el Doctor Levene, cuando se refiere al personaje en su estudio sobre La Academia de Jurisprudencia). Según yo vi en el Libro Nº 6 de Bautismos de la Iglesia de La Merced de Salta, al folio 177 consta que el 12-VI-1776 fue cristianado, por el Maestro Francisco Toledo, Manuel Antonio, “criatura de tres días”, hijo legítimo de Pheliciano Castro y de doña Margarita González; fueron padrinos del párvulo el Maestre de Campo Miguel Gallo y doña Angela Gallo.
           Después de recibir nociones primarias y secundarias de escolaridad en su ciudad natal, el joven Manuel Antonio ingresó a los 17 años, el 21-II-1793, al primer curso de Teología de la Universidad de Córdoba, para continuar el siguiente hasta fines de 1794. Entre sus compañeros de clase que se destacaron más tarde como sacerdotes, citaré a su comprovinciano José Domingo Hoyos y Aguirre, a Miguel del Corro — deudo lejano de Castro —, célebre orador diputado por Córdoba en el Congreso de Tucumán, y a Ildefonso Muñecas, el cura tucumano que fue uno de los propulsores del movimiento cuzqueño en 1814, y luego famoso guerrillero de indios en las luchas por la independencia, hasta que lo asesinaron en 1816.
            Sin embargo, nuestro alumno quería seguir la carrera de Derecho, que no se cursaba en Córdoba. Allí, a los 21 años, ya había alcanzado rango de catedrático. En efecto; el 4-IV-1797, el Gobernador Intendente de Salta, García Pizarro, le comunicaba al Virrey Olaguer Feliú “haber trasladado la orden de V.E. de 23 de Febrero del Maestro de Artes don Manuel Antonio Castro, para que continúe regenteando la cátedra de Filosofía”. Así y todo éste abandonó la “Casa de Trejo” y pasó a la Universidad de Chuquisaca, donde el año 1805 — uno después de Mariano Moreno y Antonio Sáenz, y dos antes que Tomás de Anchorena — Castro se recibió de abogado. (Con él también los salteños Mariano Joaquín de Boedo, futuro Diputado al Congreso de Tucumán, y José María de Otero Torres).
            
El doctor Castro se inicia en la función pública
           
            El historiador Vicente F. López pintó a don Manuel Antonio de esta manera en cuatro párrafos, sin demasiada simpatía; “Tenía una frente angosta y elevada, pómulos saliente, carrillos enjutos, cejas arqueadas y altas, ojos convergentes como los coyas, pero grandes y con forma de almendras; color bilioso, oscuro, busto tieso y cabeza ensimismada. Hombre serio y de probidad intachable, gozaba de mucha reputación y respeto ... Su estilo era árido y campanudo, de poca inventiva en el desarrollo y poca extensión en el movimiento de ideas ... Estaba habituado a hablar con imaginación y gusto literario, su frase era casi siempre afectada, engreída y pretenciosa, aunque correcta, honrada y regular”.
            Así pues, con su título doctoral debajo del brazo, no permaneció Castro inactivo en el Alto Perú. El Virrey le nombró subdelegado ante las autoridades de la Paz, de la región de Yungas; y el Gobernador Intendente de la Paz y Presidente de la Audiencia de Charcas, García de León Pizarro, lo convirtió en su secretario de confianza.
            Por entonces, García Pizarro y el Arzobispo de la Plata Benito María Moxó y Francolí, eran sospechado de “carlotistas”, y de ser meros instrumentos del Virrey “francés” Liniers. El 25-V-1809 una pueblada, dirigida por los Oidores y el bajo clero, al grito de “quieren entregarnos a los portugueses!”, “viva don Fernando VII!”, irrumpió por las calles de Chuquisaca. Las turbas se apoderaron del palacio; el Presidente García Pizarro fue hecho prisionero; la Audiencia quedó a cargo del gobierno, y el Coronel Arenales tomó el mando de las milicias lugareñas, a fin de salvaguardar el orden y sostener la rebelión.
            A raíz de este ruidoso motín, Manuel Antonio Castro, el leal secretario de García Pizarro, se alejó del Alto Perú y vino a refugiarse a Buenos Aires, donde el Virrey Cisneros lo recibió con los brazos abiertos; resultando, a la postre, en la capital del Virreinato, uno de los colaboradores más íntimos del excelentísimo don Baltasar. De la pluma suya salió el borrador de una nota reservada con instrucciones que el Virrey envió, el 27-II-1810, al Gobernador interino de Charcas, Vicente Nieto, referente al “tumulto de los cholos”. Asimismo, mi tío, redactó el oficio por el cual Cisneros le pedía al Cabildo testimonios del expediente actuado sobre su cesación en el mando; y también le escribió la protesta que hizo el Virrey cuando le exigieron la renuncia el 25-V-1810. Asimisno, tras la detención y extrañamiento sorpresivo de don Baltasar, Castro concurrió a la casa de la Virreina en desgracia, Inés de Gaztambide, a testimoniarle su amistad.

Nuestro hombre experimenta los procedimientos del “nuevo sistema”

            Todo eso le valió a Castro la inquina de Mariano Moreno — que fuera igual que él consejero de Cisneros la víspera de su caída. Por tanto Moreno, de su puño y letra, redactó el decreto de la Junta, de fecha 24-VI-1810, que ordenaba la prisión preventiva del “Abogado fugitivo de la ciudad de Charcas, por haberse constituído internuncio de órdenes y noticias a fomentar la división entre los Pueblos interiores y la Capital”. Y al siguiente día “siendo como las onze y media de la noche”, el conjuez audencial José Darregueira, con el Sargento Mayor Manuel Rafael Ruiz, el Escribano José Ramón de Basavilbaso y un pelotón de milicianos del cuerpo de Patricios, allanaron la casa de Manuela Ovarrios, donde se alojaba mi pariente salteño, y se incautaron de todos sus papeles.
            Castro intentó huir, vistió apresuradamente “los calzones y fraque”, y se arrojó desde los altos de su cuarto al corral de abajo. Tuvo mala suerte en el salto, pues lo encontraron Darregueira y sus acompañantes con “el pie derecho recalcado del golpe que recibió, y todo su cuerpo sumamente estropeado”. Llamóse a un “facultativo” (se me ocurre que a Justo García Valdéz, muy amigo del contuso), el cual le aplicó “algún medicamento”, y, enseguida, el maltrecho legista fue conducido en brazos de cuatro soldados al “quartel del regimiento Nº 3” (de “Arribeños”, que mandaba el morenista French), donde quedó incomunicado y prestó declaración indagatoria ante Darregueira. También en 1811 “el nuevo sistema” — o sea el Primer Triunvirato a instancias de Rivadavia y de Chiclana — lo confinó a Manuel Antonio Castro lejos de Buenos Aires, pero Pueyrredón lo “redimió” de tan dura penitencia.

Concrétase la vocación forense de don Manuel Antonio

            Tras haber sido promovido nuestro doctor, en 1812, como “Elector” para designar a la “Junta de la Libertad de Imprenta”, acompañado, entre otros, por mis antepasados Juan José de Anchorena y Antonio José de Escalada, el periódico El Censor — de Pazos Kanki — publicó una serie de siete artículos titulados “Reflexiones sobre el Reglamento de Institución y Administración de Justicia”, que — presume Ricardo Levene — fueron escritos por Manuel Antonio Castro, los cuales quedaron interrumpidos a causa de la extinción de esa hoja política. Lo cierto es que, poco después (24-V-1813), el gobierno lo nombró a Castro vocal de la Cámara de Apelaciones.
            Más adelante, el 25-II-1814, decididas las autoridades a poner remedio al estado decadente en que se hallaba el poder judicial y la ciencia del derecho, aprobaron un proyecto para establecer una “Academia de Jurisprudencia” que le fue presentado por la Cámara de Apelaciones, y cuyo inspirador resultaba Castro; Quien como era lógico, quedó nombrado director perpetuo de dicha corporación. Por su parte la Asamblea “del año 13” — en 1814 — sancionó el Reglamento de Adminstración de Justicia, con muchas reformas proyectadas por Castro. Agrego que por esas fechas aquella Cámara de Apelaciones estaba formada por Manuel Antonio Castro, Francisco del Sar, José Miguel Díaz Vélez, Gabino Blanco y José Miguel Carvallo. Y en 1815 la integraban — con el vocal Castro — Matías Oliden, José Darregueira, Alejo Castex y el Agente Fiscal Matías Patrón. Todos obligados a llevar “vestido corto de color negro y usarán bastón, que es la insignia de la jurisdicción que exercen”.
            El 21-XII-1815, por iniciativa del Padre Castañeda, el Director del Estado Alvarez Thomás inauguró una “Sociedad Filantrópica”, destinada al fomento de la agricultura, la industria y el comercio. Socios natos de la institución fueron el Dean Funes, el Camarista Manuel Antonio Castro, el Rector del Sagrario Julián Segundo de Agüero y el Secretario Antonio Alvarez.

El Congreso de Tucumán y el monarquismo de Castro

            Cuando el 22-VIII-1815 fueron convocados por el Cabildo en sesión solemne los “Electores” — 12 por la capital y 11 por la campaña — para proceder a la elección de los diputados porteños al Congreso General que se reuniría en Tucumán, Manuel Antonio Castro solo cosechó dos votos; el de José Arévalo y el de Juan José Puy. Sabido es que la representación de Buenos Aires al magno Congreso quedó integrada por estos 7 ciudadanos; Pedro Medrano, Juan José Paso, Antonio Sáenz, fray Cayetano Rodríguez, José Darregueira, Tomás Manuel de Anchorena y Esteban Agustín Gazcón.
            A esa altura de su vida, el doctor Castro — 40 años de edad, casado y con hijos, otrora colaborador virreinal de García Pizarro y de Cisneros — era monárquico y pueyrredonista, enemigo de caudillismos autocráticos y de tumultos populares; y su mayor aspiración consistía en que el inevitable tránsito del antiguo régimen a la nueva realidad social, que nos traía la independencia política, se efectuara en orden, sin apartarse, la flamante Nación, de la mejores tradiciones, jerarquías y valores del tiempo de nuestros mayores.
            Por eso fue monárquico — como San Martín, Belgrano, Rivadavia, Pueyrredón y tantos y tantos más. Por eso le escribió, el 3-VIII-1816, al diputado Darregueira — su encarcelador antaño, ahora amigo suyo —, quien con sus colegas acababa de proclamar la independencia en Tucumán: “Se dice que el Congreso piensa seriamente en la Monarquía Constitucional, con la mira de fijar la dinastía en la familia del Inca ... Vd. sabe mi opinión en este gran negocio ... Monarquía, compañero monarquías nuestras bajo de una Constitución liberal, y cesarán de un golpe las divergencias de opiniones, la incertidumbre de nuestra suerte y los males de la anarquía ... después de haber probado todas las formas republicanas infructuosamente. Todos los patriotas de juicio están decididos por esta opinión. Ella hará tomar a la masa general de los indios el interés que hasta aquí no han tomado por la revolución”. Y refiriéndose a sus dudas sobre la firmeza de Darregueira y de Paso en pronunciarse por la independencia, agregaba Castro; “Le pido a Vd. perdón y a mi compañero Passo por el concepto de tímidos en que los tenía. ¡Cáspita! ahora los tengo por héroes, cuando los he visto atarse los calzones y decir somos independientes!”.

Marginal disquisición monárquica

            Me aparto un momento de Castro para tratar aquella propuesta de monarquía incaica — que hoy nos parece estrafalaria — sometida por Belgrano a consideración del Congreso de Tucumán; que de haberse convertido en realidad, como lo dijo el diputado Tomás Manuel de Anchorena (12-VII-1816) en carta a su hermano Juan José; “todo el Perú se conmueve y la grandeza de Lima tomará partido en nuestra causa, libre ya de los temores que le infundía el atolondramiento democrático”. Dicho planteo de Belgrano mereció, tres décadas más tarde, un comentario despectivo del mismo Anchorena, al afirmar que de imponerse en 1816 aquella coronación aborigen — por llamarla así —hubiéramos tenido “un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería, para colocarla en el elevado trono de un monarca”.
            Exagera, don Tomás, al formularle semejante apreciación a su primo Rosas en 1846. Un escudriñeo genealógico nos lleva a conjeturar quienes, en un orden dinástico o sucesorio, pudieran haber sido — entre otros — candidatos en 1816 al trono de Manco Capac. He aquí algunos de los descendientes del linaje de los hijos del Sol que, si hubieran conocido su origen, acaso no les faltaría razones para invocar, en esas circunstancias, “derechos eventuales” al cetro del quimérico imperio sudamericano.
            Por de pronto — ante el estupor mayúsculo de los diputados directoriales — el “príncipe de los anarquistas” y caudillo de los orientales, José Gervasio Artigas; hijo de Juan Antonio Artigas y de Ignacia Javiera Carrasco; hija ella del Capitán Salvador Carrasco y de Leonor de Melo Coutiño; hija ésta de Simón de Melo Coutiño y de Juana de Ribera; hijo aquel de Francisco de Melo Coutiño y de Juana Gómez de Saravia; hijo dicho Francisco, de Juan de Melo Coutiño y de Juana de Holguín y Ulloa; hija ésta del conquistador Martín de Almendras y de Constanza de Orellana; nieta, Constanza, del conquistador del Perú Pedro Alvarez Holguín, quien se casó con Beatriz Tupac Yupanqui, hija del Inca Tupac Yupanqui (1471-1493).
            Otra candidatura escandalosa podría haber sido la del General montonero chileno José Miguel Carrera; hijo de Ignacio de la Carrera y Ureta y de Francisca Javiera de las Cuevas; aquel hijo de Miguel de la Carrera y Elguea y de Josefa de Ureta Prado; hija ésta del Capitán José de Ureta y de Francisca Prado; hija ella de Pedro Prado de la Canal y de María de Lorca; hijo aquel de Pedro Martínez de Prado de la Canal y de Petronila de Garnica; ésta hija del Capitán García de Medina y de María de Garnica; hijo ese García del conquistador del Tucumán Gaspar de Medina y de Catalina de Castro; hija Catalina del descubridor de Chile, con Almagro, García Díaz de Castro y de su mujer Bárbola Coya Inca, nieta de Manco II Inca (1534-1544).
            Otro vástago distinguido de Tupac Yupanqui era el clérigo liberal José Valentín Gómez; hijo de Jacobo Felipe Gómez y de Juana Petrona Cueli Escobar; hija ella de Manuel de Escobar Bazán y de María Carrasco Melo Coutiño; hija del Capitán Salvador Carrasco y de Leonor Melo Coutiño, cuya ascendencia, a partir de esta señora, es la misma que la de Artigas, hasta llegar al Inca Tupac Yupanqui.
            Descendiente de la “casta de los chocolates” era también el Coronel José Matías Zapiola; hijo de Manuel Zapiola Oyamburu y de María Encarnación de Lezica y Alquiza; hija ella de Juan de Lezica y Torrezuri y de Elena de Alquiza Peñaranda; hija esta del Maestre de Campo Felipe de Alquiza y de Juana María de Peñaranda Rengifo; ella hija del Maese de Campo Juan de Peñaranda Valverde y de Elena Rengifo y Avendaño, hija de Juan de Rengifo de Avendaño, encomendero en el Cuzco, y de María Josefa de Ampuero y Yupanqui; que tenía por padres al conquistador del Perú Francisco de Ampuero y a Inés Yupanqui Huaillas Inca, princesa hija de Huaynas Capac Inca (1493-1527).
            El último Inca reconocido como tal en la clandestinidad, fue Tupac Amaru I, ejecutado en 1571 por el Virrey Toledo. Una hija suya, Juana Pilcohuaco, tuvo por marido a Diego Felipe Condorcanqui, cacique de Surinama. Tataranieto de ellos fue el famoso José Gabriel Condorcanqui, el Tupac Amaru de la rebelión de 1780. Dominado ese alzamiento, al cacique revolucionario que se titulaba “Don Juan I por la gracia de Dios, Inca Rey del Perú, Santa Fé, Quito, Chile, Buenos Aires y continentes de los mares del Sur”, se le arrancó la vida con cuatro caballos que tiraron a la cincha de sus extremidades hasta despedazarlas. También resultaron ajusticiados entonces la mujer del pretendido Inca; Micaela Bastidas, sus hijos Hipólito y Fernando, su cuñado Antonio Bastidas y el tío Francisco Tupac. En 1816 solo vivía de dicha familia; Juan Bautista Condorcanqui — hermano del desdichado Tupac Amaru —, el cual — dice Mitre — “hacía treinta y cuatro años yacía cautivo en las mazmorras españolas”, y no tenía herederos.

Y continúo con la historia de Castro

            En septiembre de 1816, días después de jurar nuestra independencia que había proclamado el Congreso de Tucumán, el doctor Castro, en su carácter de presidente de la Cámara de Justicia, pronunció un discurso considerando a la lucha por la emancipación política como contienda fratricida — no internacional como ahora enseña nuestra historia oficial —, y aludió al bravo Coronel realista Saturnino Castro — ultimado en 1814 a raíz de esas desinteligencias internas — con estas emocionadas palabras; “El Camarista que habla así, perdió un hermano muy amado, víctima de su patriotismo, y ha llorado la desolación de toda su familia”.
            Por entonces Castro había fundado El Observador Americano (apareció el 19-VIII-1816 y tiró 12 ejemplares hasta el 4 de noviembre siguiente), periódico destinado a defender el proyecto monárquico constitucional de Belgrano en el Congreso de Tucumán, sobre la base de la dinastía incaica. Le replicaban a Castro en La Crónica Argentina, su director Pazos Kanki (Vicente Pazos Silva) y Pedro José Agrelo, quienes, sin pelos en la lengua, fustigaban la coronación del Inca, ponderando el sistema republicano de Norteamérica, y violentamente le caían a Pueyrredón.
            Un curioso documento escrito en esa época por un informante hispánico antirevolucionario anónimo, así define a los tres periodistas nombrados; “Don Manuel Antonio Castro; Talento y puede sacarse partido de él. — Pazos, Don Vicente; natural de La Paz, clérigo apóstata que estubo en Londres y volvió a Buenos Aires vestido de pisaverde, insultando a la Religión y mofándose de las costumbres puras (se alude a que en Inglaterra se hizo protestante y de allí trajo una mujer). Todo hombre honrado le mira con horror; es licencioso, dado a todos los vicios, patriota desenfrenado, calumniador; suena como Editor de la Crónica Argentina, no siendo más que un testaferro, porque es bastante estúpido”. De yapa, el “Doctor Agrelo; Abogado, intrigante, sanguinario (como Juez de la conspiración de Alzaga) enemigo acérrimo de todo Europeo, a quienes afligió, robó y asesinó. Es detestado en el País y se le conoce por Robespier; tiene talento regular y moderada instrucción en derecho pátrio. Aborrece a España mortalmente, porque teme el suplicio; fue editor del Periódico atroz titulado la Crónica Argentina”.

Misión a las provincias de Córdoba y Salta

            A fines de 1816, Pueyrredón envió a Castro y al Deán Funes a Córdoba, con encargo especial de mediar en una revuelta cuyos protagonistas eran el Gobernador Ambrosio Funes — hermano del Deán — y el Coronel Juan Pablo Bulnes. Llegados los mediadores a destino, el orden ya estaba restablecido, por lo que ambos prosiguieron viaje hasta Tucumán. De ahí nuestro jurisconsulto pasó a Salta, para entrevistarse con Güemes — viejo amigo suyo. En los diálogos confidenciales que mantuvieron don Manuel Antonio y el Caudillo del Norte, éste recogió de labios de aquel sus impresiones acerca del estado del país. Quedó informado sobre los propósitos de los gobernantes bonaerenses de rechazar a los portugueses de la Banda Oriental; y acaso convencido de que el Congreso, con el Director surgido de su seno, era entonces la única posibilidad de salvación común.
            Güemes, por su parte, habríale asegurado a su paisano la absoluta lealtad de Salta para con el resto de los pueblos argentinos, y que en tanto la provincia permaneciera bajo su jefatura, “no se separará de la unión y ovediencia a las autoridades supremas, por más que algunos de los enemigos de la felicidad general se atrevan a intentarlo”.
            Esa resulta, en síntesis, la versión que surge de los documentos transcriptos por los historiadores Bernardo Frías y Levene a propósito de aquella entrevista. (Historia del General Güemes y La Academia de Jurisprudencia, respectivamente). Sin embargo, Ricardo Caillet-Bois en su monografía sobre el Congreso de Tucumán (Historia de la Nación Argentina Tomo VI), anota que “Castro se trasladó a Salta, tratando de obtener la incorporación de Güemes a la Logia. Esto era vital — agrega —pues el Congreso podía estar a merced de un golpe de mano afortunado del Caudillo”.
            Tal interpretación corre por cuenta del señor Caillet-Bois, gustoso de hacerla partícipe a la Masonería en los acontecimientos importantes de la historia patria. Si con posterioridad Güemes ingresó a la Logia Lautaro — y ello no supone necesariamente ligamiento con el sectarismo masón —, Manuel Antonio Castro nunca perteneció a esa sociedad política secreta. En efecto; el 26-VIII-1816, Castro le escribió desde Buenos Aires al diputado José Darregueira que estaba en Tucumán, estas recomendaciones; “procure Vd. ganar a los jefes militares para que la fuerza física sostenga la fuerza de la opinión ... si por otra parte San Martín no tiene inconveniente, sería el más adecuado a las circunstancias, a pesar de que, por lo respectivo a mi individuo, no me sería muy favorable porque sus amigos no son los míos”. A todas luces, tales “amigos” de San Martín son los cofrades de la Logia Lautaro que, como lo confiesa el propio corresponsal, no le eran muy favorables, no concordaban con él.

Preside Castro a la provincia de Córdoba. Hace después periodismo en Buenos Aires, reanuda su actividad judicial, y lo eligen Diputado al Congreso Nacional

            En 1817 el gobierno de Pueyrredón designa a Castro Gobernador Intendente de Córdoba en reemplazo de Ambrosio Funes. En la provincia mediterránea Castro restableció el orden; y en materia cultural reformó el plan docente de la Universidad y organizó la Biblioteca Pública en la ciudad de su mando. Estuvo al frente de Córdoba — y resultó ser el último de sus Gobernadores Intendentes — hasta que el día siguiente de la sublevación del Ejército del Norte en la posta santafesina de Arequito (8-I-1820); ocasión en que el General Juan Bautista Bustos, el Coronel Alejandro Heredia y el Comandante José María Paz, interpretando el sentir de las tropas, se negaron a participar en la guerra civil a favor de los proyectos centralistas y monárquicos del gobierno directorial.
            A raíz pues de dicho suceso, regresó Castro a Buenos Aires, donde publicó cuatro cartas en defensa de su amigo el General Belgrano, que formaron el opúsculo titulado; “Desgracias de la Patria. Peligros de la Patria. Necesidad de salvarla”.
            Posteriormente Manuel Antonio se asoció con Bernardo Vélez y con Buenaventura Arzac. Arrendaron la Imprenta de los Niños Expósitos a fin de editar — bajo la dirección de Castro — La Gazeta; desde el 29 de abril hasta el 12 de setiembre de 1821; fecha en que el otrora vehículo doctrinario de Mariano Moreno dejó de aparecer, por decidir el gobierno que el Registro Oficial cubría de sobra la información gubernativa. He aquí el texto de la renuncia de Castro dirigida al Ministro Rivadavia:
            “En 12 de septiembre de 1820 me encargó el gobierno superior de la provincia la redacción de la Gaceta ministerial, y tuve que aceptarla sin embargo de mis muchas ocupaciones, porque se me exigió este servicio especial en circunstancias muy peligrosas, porque nada quedase por mi parte de cuanto pudiese contribuir al restablecimiento del orden y de la tranquilidad pública. Pero hoy que felizmente se ha conseguido, y que el Registro Oficial hace menos necesaria la edición de la Gaceta, debo hacer presente que me distrae en parte de las serias y delicadas atenciones de la magistratura, con cuyo ejercicio no es muy conciliable, y me quita el corto tiempo de reposo que me dejan las funciones de mi empleo. Suplico a V.S. se sirva ponerlo en consideración del Exmo. Señor Gobernador y Capitán General, a efecto de que se digne, como firmemente espero, relevarme de este encargo. Dios guarde a V.S. muchos años”.
            Rivadavia aceptó la renuncia por decreto ese mismo día, señalando que Castro había desempañado la dirección de La Gaceta, “de un modo correspondiente a sus luces y delicadeza, y tan a satisfacción del gobierno y del público”; y como “el Registro Oficial, nuevamente establecido, llena los objetivos de aquel periódico, este queda suprimido desde el día de la fecha”.
            Finalmente en La Gaceta, bajo el título El Editor al Público, Castro se despidió de sus lectores con estas líneas; “Dejo de escribir con la satisfacción de que nunca tomé la pluma sin tener muy presente el respeto que se debe al público, y el que debe un hombre a otro; nunca la tomé con otro interés que el del bien y felicidad común; que siempre la tomé con firmeza para combatir los errores y los crímenes; y que al escribir he procurado purgar mi ánimo de pequeñas pasiones, sacrificando toda personalidad a la nobleza del objeto. Si alguna vez se han interpretado siniestramente mis escritos, mi intención ha sido pura como son puros mis deseos ...”
            Dedicado al ejercicio exclusivo de Camarista, Castro fue promovido a Presidente Perpetuo de dicho Tribunal. Con posterioridad lo eligieron representante por Buenos Aires al Congreso Nacional (1824-1827), de cuya Asamblea resultó el primer Presidente.

La pérdida del Alto Perú. Patriótica actuación parlamentaria de Castro

            El Congreso Nacional se declaró constituyente; no sin antes haber dictado una “Ley Fundamental” con propósito de afianzar “la independencia, integridad, seguridad, defensa y prosperidad de las Provincias Unidas del Río de la Plata”, a punto de lanzarse a la guerra contra el Brasil en procura de reconquistar la Banda Oriental del Uruguay, ocupada por el Imperio de los Braganza.
            Para dicha “Ley Fundamental” integralista, sin embargo, fue letra muerta el destino de las provincias del Alto Perú — abandonadas a su propia suerte y luego sustraídas de la Patria común por un Mariscal de Bolívar —, mientras se votó otra ley que vino a convertir en Presidente de la República a Bernardino Rivadavia; y se federalizaron también la ciudad y parte de la campaña de Buenos Aires, lo que implicó la cesantía de sus autoridades locales y la división del territorio bonaerense en dos fracciones, quedando la más pobre y despoblada en situación de tener que organizarse de nuevo como distrito provincial.
            Un año antes de estas innovaciones — que resultaron novatadas funestas para el país — se supo en Buenos Aires que la guerra contra España había terminado en la llanura de Ayacucho. Entonces el gobierno de Las Heras le ofició al Gobernador de Salta, General Arenales, para que contemplara la posibilidad de marchar al frente de una fuerza militar al Alto Perú, con amplios poderes, a fin de requerirle a Olañeta una capitulación generosa o, en su defecto atacarlo y liberar esas cuatro provincias “altas”, las cuales, libremente, deberían resolver su futuro, integrando la vieja unidad rioplatense.
            Téngase en cuenta que dichas provincias argentinas, ocupadas por Olañeta, participaron con sus hermanas del sur en la Primera Junta de 1810, donde el Presidente Saavedra era potosino. Tuvieron como representante en la segunda Junta, o Junta Grande, al diputado por Tarija José Julián Pérez; y la Asamblea del año XIII se integró con delegados de Mizque, Charcas y Potosí, sin que les fuera posible incorporarse a los colegas de Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. En el Congreso de Tucumán, que declaró la independencia de las Provincias Unidas en 1816, tomaron parte, junto con los diputados de las provincias “abajeñas”, los representantes de La Plata, Cochabamba, Charcas, Chichas y Mizque. En la convención constituyente de 1819, que procuró estructurar el Estado bajo un régimen centralista, uno de sus más destacados voceros fue el chuquisaqueño José María Serrano. Y si tales antecedentes no bastaran para justificar una entrañable solidaridad revolucionaria, los hijos del Alto Perú, en todas sus clases sociales, habían combatido, y en ese momento proseguían la lucha emancipadora, enarbolando la común divisa azul y blanca ideada por Belgrano.
Así pues — luego de aquella nota con instrucciones de Las Heras a Arenales — Manuel Antonio Castro, en su carácter de diputado, presentó al Congreso Nacional, en la sesión del 11-II-1825, el siguiente proyecto de decreto; “Artículo único: El Gobierno encargado del Poder Ejecutivo General proponga urgentemente, y con toda preferencia, los arbitrios y medios que puedan adoptarse para estrechar al General Español (Olañeta) que oprime todavía a las cuatro provincias del Alto Perú, y cooperar eficazmente a su más pronta libertad”.
            Al fundar Castro esta moción, dijo entre otras consideraciones; “Después de la victoria de Ayacucho ... parecería natural esperar que el General Olañeta pensase a transigir de algún modo, pero por sus proclamas y diferentes cartas que de Salta han llegado, se ve que todavía bravea y que trata de sostenerse ... lo conseguirá y tendrá mucho de su parte si nosotros no ponemos mucho de la nuestra ... las cuatro provincias del Alto Perú que ocupa Olañeta han pertenecido y pertenecen hasta hoy a nuestro territorio. Ellas tienen un derecho a esperar todos los esfuerzos posibles de nosotros para su libertad, y nosotros tenemos un deber de dárselo, por haberlas llamado, provocado y comprometido a la causa de la revolución. Si antes de la disociación funestas de nuestras provincias y la falta de un gobierno general nos había impedido continuar la guerra que empezamos en 1810, hoy felizmente las provincias están reunidas, hay una autoridad central, y en estas circunstancias nosotros no tendríamos excusas manteniéndonos en estado de indiferencia. Por lo tanto, yo considero de absoluta necesidad que la fuerza que esta hoy en Salta ... se ponga en movimiento para poner a Olañeta en el último conflicto de abreviar la libertad de las provincias de la Sierra del Perú”.
            Por su parte el Canónigo Juan Ignacio Gorriti, diputado por Salta, apoyó los conceptos e iniciativa de Castro. El representante de San Juan, Bonifacio Vera, a su vez, presentó otro proyecto que renovaba la declaración de guerra “a la nación española”, y daba facultad al Poder Ejecutivo para organizar “una división de tropas con destino al Alto Perú, contra el General Olañeta”. Los diputados por Salta, Córdoba y Corrientes (Francisco Remigio Castellanos, Dalmacio Vélez Sársfield y José Francisco Acosta), manifestáronse de acuerdo en que las mociones de Castro y de Vera se trataran “sobre tablas”. Mas Julián Segundo de Agüero, porteño, y Santiago Vázquez, oriental que representaba a La Rioja, enfriaron aquel ambiente cargado de generoso patriotismo; y sus colegas se dejaron convencer por ellos de que el pronunciamiento del Congreso sobre la expedición libertadora al Alto Perú debía de quedar aplazado hasta que dictaminara al respecto la comisión de asuntos militares.
            En realidad el país era una Babel, pese a la aparatosa ficción de un Congreso Nacional, cuyos integrantes, poco después, eligirían como Presidente de una utópica República a Bernardino Rivadavia. Por cierto que para intervenir militarmente en el Alto Perú faltaba dinero; elemento que en escasa proporción solo poseía el gobierno de Buenos Aires, absorbido, a la sazón, en imponer el régimen centralista y en prepararse para la guerra contra el Brasil, a fin de arrojarlo de la Banda Oriental. Por eso la comisión compuesta por los diputados Lucio Mansilla, Juan José Paso, Alejandro Heredia y Ventura Vázquez, siete días después, eludió toda responsabilidad en apoyar aquella iniciativa de Castro, enderezada a que fuerzas argentinas cruzaran la frontera salteña en procura de liberar a sus hermanos del Altiplano. En consecuencia, aconsejó pasar “el expediente de esta moción al gobierno de la provincia, encargado del poder ejecutivo, para que tomándola en consideración provea a sus objetos en cuanto estime conveniente y esté al alcance de su poder”.
            El abogado Paso, con prudencia “pilatesca”, argumentó que nuestras posibilidades eran meramente defensivas; que ningún ataque a Salta debíamos temer por parte de Olañeta; y que era “muy verosímil que el ejército de Lima, mandándolo el libertador Bolívar u otro General, crea que no ha concluído su obra mientras deje una fuerza que debe destruir”. Por lo tanto, no bien Bolívar tomara la iniciativa, “será preciso que obremos en acuerdo con la fuerza del Perú”. Esto significaba, lisa y llanamente, colocarse al margen del conflicto; dejar las provincias altoperuanas a merced de los acontecimientos, abandonadas a la buena voluntad de las tropas de Colombia y del Perú, que asumirían los riesgos de la guerra.
            “Yo no proponía solamente la defensa de nuestro territorio libre — le replicó Castro al leguleyo porteño —, sino la restitución de nuestro territorio ocupado ... Yo no he podido jamás desconocer la obligación en que están las provincias del Río de la Plata de socorrer a las provincias oprimidas del Río de la Plata ... Se ha dicho que no es presumible que el General vencedor, que ha libertado el Perú, se contente con eso y deje a Olañeta sin hostilizarlo ... ¿y nosotros nos hemos de aquietar a la vista de estas tropas que ocupan parte de nuestro territorio?”
            “Me hago cargo — proseguía mi ilustre tío — que por de pronto no se puede ocurrir a los gastos que exige la formación de un ejército grande ... Pero ¿será difícil al Congreso General, bajo las garantías de las rentas que ha de tener el Estado, hallar cien mil pesos para un caso de esta naturaleza, y que tal vez no volverá a venir? Si fuese preciso echemos mano del empréstito de Londres reconociéndolo, y reconociendo sus intereses. ¿Importa tan poco la libertad de cuatro provincias muy numerosas, que extenderían nuestro limitado comercio?”
            Paso insistió en que para “obrar hostilmente internándose hasta Potosí” se necesitaba cuanto menos 5.000 hombres y 500.000 pesos para armarlos y equiparlos; y el bienpensante doctor unitario, a propósito de esa expedición guerrera, agregó estos conceptos blanduchos; “Yo no se si sería política, y si nos autorizarían los títulos de la unión pasada para hacerla, pues, a mi juicio, la libertad del Perú ha sido obra del ejército de Colombia, y cuando le falta un resto para concluirla no debía quitársele esta gloria”.
            Aclaró Castro entonces que él nunca pretendió arrebatarles la gloria a Bolívar y a Sucre; “He dicho que se coopere con ellos; y esto no es quitarles el derecho; es sí, ayudarlos a pelear, es hacer lo que tantas veces han solicitado. Porque el ejército libertador empezó la guerra en el Perú, ¿nosotros no hemos de tener el derecho y el deber de cooperar a la libertad de esas cuatro provincias?”. Pero enseguida el orador sacó a relucir ese complejo pacifista que — exceptuada la gestión internacional de Rosas — caracteriza a la diplomacia argentina; “No digo que vamos con el título de conquista; no por cierto, porque ya hemos sentado el principio del que quisiera no nos desviásemos jamás, y es el de no obligar a los pueblos a una asociación que debe ser el resultado de su libre voluntad”. Terciaron luego en el debate los diputados Heredia, Gorriti, el deán Funes y Arroyo, quedando el proyecto “defensivo” y expectante de Paso aprobado por el Congreso. Era una manera de “salir del paso”.
            Dos meses más tarde (8-IV-1825), el Gobernador de Salta Arenales recibió del Poder Ejecutivo central instrucciones en el sentido de manifestarles a los municipios de La Paz, Oruro y Santa Cruz de la Sierra, “que estaban en libertad para adoptar la forma de gobierno que creyeran más conveniente a su felicidad”. Y 22 días más tarde, ante una consulta de Arenales al Congreso referente a ese punto, dicho cuerpo — por intermedio de otra comisión formada por Manuel Antonio Castro, Juan Ignacio Gorriti, José Manuel Zegada, Manuel Antonio Acevedo y Elías Bedoya — se expidió así; “Se ha presentado ante todo a la comisión la idea de que las provincias del Alto Perú, desde el tiempo de la dominación española, pertenecían a un mismo gobierno con las nuestras; que hecha la revolución en ésta y demás provincias del Río de la Plata, aquellas las siguieron inmediatamente y comprometieron e identificaron con nosotros su suerte y su destino. Estos fuertes motivos conmovieron al Congreso en los momentos siguientes a la gran victoria de Ayacucho ... El primer y principal objeto de la expedición (de Arenales) es la absoluta libertad de las provincias hermanas del Alto Perú ... En cuanto a su destino, ellas deben elegirlo. El Congreso ha reconocido y consagrado el principio de que el origen legal de toda sociedad política es la libre elección de sus asociados”.
            Esta resolución pudo, quizás, haber obedecido al temor de que las provincias “altas” fuesen anexionadas al Perú por Sucre, que las ocupaba con el ejército colombiano. La socorrida retórica de marras, sin embargo — además de atentar contra la unidad nacional —, perdía autoridad moral aplicada por un Congreso que, poco después, por sorpresa y a la fuerza, les impuso a las provincias argentinas un régimen centralista unitario, con Bernardino Rivadavia como Presidente de la República; ello sin tener en cuenta para nada, “el principio de que el origen de toda sociedad política es la libre elección de los asociados”.
            “De una sola plumada — estampa el historiador boliviano Numa Romero del Carpio — el Congreso General Constituyente desbarató la visión genial del Congreso de Tucumán, y destruyó una estructura política de gran velamen y magnífico porvenir”. Y don Vicente Quesada razona a propósito de lo mismo, en su Historia Diplomática Latinoamericana; “Estas teorías disolventes de la nacionalidad no prevalecieron en la guerra de secesión de los Estados Unidos del Norte; y si en vez de esa libertad desquiciadora se hubiera conservado la unidad histórica y tradicional, no habría perdido la República las 4 provincias del Alto Perú, la provincia de Montevideo, la del Paraguay y la misma Tarija … Esas doctrinas emitidas y sancionadas por el Congreso — concluye Quesada — eran una amenaza para la unión nacional; y así resultó el desquicio y la caída del Congreso y la Presidencia, por no atender la opinión popular dominante. El localismo engreído y victorioso, en una palabra, venció al unitarismo doctrinario, imprevisor y petulante”.
           
Castro se opone al proyecto de capitalización de Buenos Aires

            El 22-II-1826 se trató en el Congreso la ley llamada “de capitalidad”, enviada por el gobierno de Rivadavia, la cuál declaraba a la ciudad de Buenos Aires capital del Estado nacional, nacionalizando todos sus establecimientos y dándoles por límites el territorio comprendido entre el puerto de Las Conchas (el Tigre) y el de la Ensenada de Barragán, y desde la costa del Río de la Plata hasta el Puente de Márquez.
            Defendió ese proyecto de ley en el recinto parlamentario el Ministro Julián Segundo de Agüero, y el legislador Castro — diputado por Buenos Aires, precisamente se opuso a aquella decapitación porteña con el argumento irrebatible de que “quedaba por este proyecto violado el pacto y la condición con que Buenos Aires entró a ser representada por el Congreso”. Si la Constitución unitaria, que además se propiciaba, fuera repudiada por los pueblos — argüía Castro — “¿no queda ya deshecha la provincia de Buenos Aires antes de dada la Constitución?”. Al desaparecer la Junta de Representantes y demás organismos provinciales bonaerenses, según lo proyectaba la ley del Poder Ejecutivo, quedaría Buenos Aires sin instituciones para poder aceptar aquella Carta constituyente. “Hay una razón robusta de ilegalidad que es la siguiente” — puntualizaba nuestro escrupuloso legista entre dos raciocinios; “No sabemos hasta que la forma de gobierno sea designada, si la República quedará en clase de gobierno representativo republicano de unidad, o federal. Yo por mi parte, desde ahora digo que jamás creeré al país feliz con la forma federal. Mi opinión es que debe regirse por un gobierno de unidad; mas esto todavía no se ha sancionado; y si no se establece un gobierno federal ¿como es que se quita a la provincia de Buenos Aires el derecho de entrar a componer la federación como Estado soberano?”
            Tal actitud parlamentaria de Manuel Antonio Castro en ese debate, en el que defendieron y votaron entre otros, y a favor del proyecto rivadaviano los diputados Valentín Gómez, Francisco Remigio Castellanos, Eduardo Pérez Bulnes, Santiago Vázquez, Manuel Bonifacio Gallardo, Lucio Mansilla, Dalmacio Vélez Sársfield, Jerónimo Helguera, Elías Bedoya y José Francisco Acosta; y — como el salteño Castro — señalaron su discrepancia los colegas Gregorio Funes, Diego Estanislao Zavaleta, Manuel Vicente Mena, Juan José Paso, Mariano Lozano, Juan Ignacio Gorriti, Mariano Sarratea, Francisco Delgado, Juan Ramón Balcarce, Manuel Moreno y Mateo Vidal. A par de los cuales, sumóse la protesta del Gobernador Las Heras, en defensa de las leyes de la provincia. Pero de nada valieron esos disensos, ni las públicas peticiones desaprobatorias de tantos conspicuos ciudadanos (ver las monografías acerca de los Anchorena y de Manuel H. de Aguirre), pues, el 4 de marzo, quedó sancionada la ley de “capitalidad” que el P.E. promulgó dos días más tarde, quedando, en consecuencia, cesante el Gobernador Las Heras y disuelta la Junta de Representantes porteña.
            Falta agregar, que la Constitución unitaria que sancionó el Congreso el 24 de diciembre siguiente, fue elaborada por nuestro jurisconsulto salteño, junto con sus colegas de comisión, los diputados José Valentín Gómez, Francisco Remigio Castellanos, Eduardo Pérez Bulnes y Santiago Vázquez. Y resultaron Castro y Gómez, sin duda, los principales artífices de esa Carta presidencialista, puesto que ambos, — inspirados en la Constitución monarquizante de 1819 — sostuvieron ardorosamente los debates y lograron hacer aprobar su proyecto.
           
Los legisladores abogan en las provincias a favor de la Constitución unitaria

            Entre tanto las discordias civiles agitaban el interior del país. El Congreso resuelto a neutralizar la hostilidad de los pueblos arribeños hacia el constitucional engendro que había sancionado, despachó a varios representantes suyos a las provincias contrarias al sistema unitario, para dar explicaciones y lograr la adhesión de los Caudillos a la política oficial. Así resultaron enviados Manuel Antonio Castro a Mendoza; Juan Ignacio Gorriti a Córdoba; Diego Estanislao Zavaleta a Entre Ríos; Francisco Remigio Castellanos a La Rioja; Manuel de Tezano Pinto a Santiago del Estero (Ibarra lo recibió en calzoncillos); Mariano Andrade a Santa Fé; y Dalmacio Vélez Sársfield a San Juan. Este acompañó a su amigo Castro hasta Mendoza, desde donde dirigiose por nota a Quiroga que estaba en San Juan. Facundo desairó a Vélez, devolviéndole el pliego, sin abrir, por mano del gaucho Cecilio Berdeja, y con una apostilla jactanciosa plagada de faltas de ortografía, a tono con el cerril mensajero.
            Llegado a Mendoza el 16-I-1827, el diputado Castro tuvo entrevistas con el Gobernador Juan Corvalán, jaqueado, a la sazón, por los montoneros de Quiroga que operaban en territorio sanjuanino. Expuso, el miembro del Congreso unitario ante la Junta de Representantes mendocina, la situación por la que atravesaba la República, en guerra con el Imperio brasilero, y acerca de la “necesidad de una cooperación activa por parte de las provincias a la defensa del Estado”. En otra sesión, analizó Castro las razones que tuvo el Congreso en aprobar la “forma representativa de unidad”, y acabó persuadido — como después informaría a sus comitentes de Buenos Aires — que no obstante haber quienes “hagan sorda oposición al Código constitucional”, el “voto general del Pueblo de Mendoza” era que su apoyo al orden nacional “no se desmentirá cuando se trate del honor y destino de la República”.
            Castro — al revés de algunos de sus colegas en otras provincias — fue recibido cordialmente por los mendocinos. Empero sus esfuerzos dialécticos resultaron inútiles. Poco más tarde, tras la infortunada primera tentativa de paz con el Brasil, caía el Presidente Rivadavia, y con él el Congreso, la famosa Constitución y el partido unitario.

Postreros años y muerte de don Manuel Antonio

            Vuelto a sus cargos de Presidente del Tribunal de Justicia y de Director de la Academia de Jurisprudencia, el abogado Castro apartose definitivamente de la política. En esa etapa, la última de su vida, se dedicó a concluir el Prontuario de práctica forense, el mejor de sus trabajos que resultó póstumo, y su viuda encargaríase de editarlo.
            Queda dicho con ello que nuestro personaje arribó a los 56 años de su edad con la salud quebrantada; acaso le había recrudecido cierta “enfermedad de la orina” o unos “cólicos biliosos” que lo aquejaron en 1816, según reveló entonces en cartas íntimas. Así pues agravados aquellos males sin remedio, don Manuel Antonio, el 16-VIII-1832, por ante el Escribano Luis López, titular del Registro Nº 1, otorgó su testamento.
            En esa escritura de última voluntad, el testador declaró ser “Presidente de la Exma. Cámara de Justicia en esta Provincia, vecino de la misma, natural de la ciudad de Salta, hijo legítimo de don Feliciano de Castro, ya finado, y de doña Margarita González, que hoy vive”. Hallándose enfermo en cama, ordenó que su cuerpo fuera sepultado en el cementerio público, y que sus funerales se realizaran en la Iglesia de San Francisco, “con la mayor moderación posible”. Dijo haber sido casado primeramente con “Doña Petrona Biyota” — Villota —, “de cuyo matrimonio legítimo tengo dos hijos menores nombrados don Manuel Antonio y don Tomás Felipe de Castro”. Luego contrajo segundas nupcias con “Doña Gertrudis Biyota”, hermana de su finada esposa, la que no le dió descendencia. Aclaró no poseer más bienes que sus muebles y “alhajas peculiares precisas de mi empleo, como son un par de evillas de oro, un bastón de oro y otras así de esta especie, de que están instruidos mis albaceas”. Llamábase su suegro “don Tomás Biyota” y sus cuñados “Estanislada Biyota, viuda de José García, y Alejandro Biyota, que se halla en Lima”. Finalmente nombró por albaceas, mancomunadamente, a su mujer doña Gertrudis y al señor Manuel José García — su compañero de causa en el Congreso de 1824 —, éste como curador de sus hijos; o, en ausencia suya, al doctor Marcelo Gamboa, prestigioso Juez y civilista. Testigos del acto fueron; Juan de Garay, Domingo de Escovedo y Francisco Luis de Chas; de todo lo cual dió fé el Escribano Luis López.

            Antes de una semana, el enfermo dejaba de existir, ya que el siguiente 22 de Agosto se reunieron los miembros de la Academia de Jurisprudencia con motivo del fallecimiento de su fundador, a fin de tratar sobre “el modo y forma en que debían acompañar los restos”. Se rindió el condigno homenaje fúnebre, y los académicos (Agustín Ruano, José Barros Pazos, Gregorio Gómez, Dalmacio Vélez Sársfield, Gabriel Ocampo, Manuel Belgrano — sobrino del General — y Juan Antonio Saráchaga, entre otros colegas) acordaron que la Institución “en cuerpo debe dirigirse a la seis a la casa mortuoria (calle Potosí Nº 11) y traer el cuerpo a la Iglesia de San Francisco, donde quedaría depositado hasta mañana, en que también deberá concurrir a oír misa que por su alma se dirá”.


*Los Antepasados, a lo largo y más allá de la Historia Argentina, Buenos Aires, 1983.

sábado, 19 de julio de 2014

JULIÁN SEGUNDO DE AGÜERO


Julián Segundo de Agüero.


                                                                                I.

Nació en la ciudad de Buenos Aires en el último tercio del siglo pasado, y frecuentó las aulas del Colegio de San Carlos. Asistió al curso de filosofía dictado por el doctor D. Francisco Sebastiani de 1791 á 1793, y el 20 de Diciembre de aquel año sostuvo conclusiones públicas de lógica. En 1784 empezó el estudio de la teología que terminó á los dos años, graduándose en seguida en cánones. Es probable que después de terminar sus estudios de teología se transladara á Charcas, ó Santiago de Chile, como era habitual entonces, para graduarse en jurisprudencia y obtener el título de abogado, pues se sabe que en 1801 rindió ante la Audiencia Pretorial de Buenos Aires el examen facultativo que se exigia á los que aspiraban á inscribirse en la matrícula de abogados. Se cree que Agüero no ejerció jamás su profesión y que vivió completamente extraño á las luchas del foro, pues inmediatamente de terminar su carrera recibió las órdenes sagradas, consagrándose exclusivamente al ministerio de la Iglesia. Sin embargo, don Vicente Pazos asegura en sus Memorias histórico-politicas publicadas en Londres en 1834, que Agüero fué el abogado del representante del Consulado de Cádiz y de los comerciantes españoles, que se opuso en 1809 á la apertura de los puertos del Plata á los buques de procedencia inglesa. Agüero, dice Pazos, sostuvo en sus escritos que la medida que se pensaba adoptar era ruinosa para los españoles; y que además, no sólo era impolítica sino contraria á la religión del país que condenaba el hecho de comerciar con herejes. Sería de desear que las personas á quienes interesa el estudio de nuestro pasado, hicieran investigaciones formales sobre el paradero del expediente actuado con motivo de la medida referida, y sobre el grado de verdad de las afirmaciones de Pazos á propósito de la intervención de Agüero en dicho negocio. Hasta ahora sólo es conocido el luminoso alegato de Mariano Moreno, hecho en nombre de los hacendados. Moreno nombra efectivamente en él á un señor Agüero como representante del Consulado de Cádiz y de los monopolistas españoles. No sería extraño, pues, que ese Agüero fuera miembro de la familia del doctor Don Julián Segundo, y que con ese motivo éste hubiese aceptado la dirección facultativa de una causa tan ruidosa como importante por la magnitud de los intereses que se ventilaban en ella.

                                                                               II.

Agüero no figuró tampoco entre los hombres notables de la Revolución Argentina, y aun cuando concurrió al Cabildo abierto de 22 de mayo de 1810, se retiró sin haber manifestado su opinión en aquella emergencia. Á pesar de haber rastreado con interés su nombre entre los documentos públicos de épocas posteriores, han sido infructuosos nuestros esfuerzos: recién en 1817, es decir, después de declarada la Independencia, aparece pronunciando la oración patriótica de ese año en conmemoración del 25 de mayo. Entonces desempeñaba las funciones de cura rector del sagrario de la catedral de Buenos Aires. Juan María Gutiérrez al apreciar esa pieza de oratoria sagrada, ha dicho que bajo formas discretas y llenas de gala, Agüero justificó en ella de una manera concluyente y nueva la razón de la Independencia argentina; mostrando al mismo tiempo cuales eran las condiciones que la autoridad pública debía revestir en una sociedad llamada á vivir y progresar bajo el amparo de las austeras virtudes de la democracia. Esa oración se conservó inédita hasta que el mismo Gutiérrez la publicó en la Revista de Buenos Aires. En 1818 pronunció también una notable oración fúnebre con motivo del fallecimiento del doctor don Juan Nepomuceno Sola. Pero recién en 1821 aparece tomando participación en la política militante, en el carácter de diputado á la Legislatura de Bueños Aires. Más tarde fué elegido diputado por la misma provincia al famoso Congreso que elevó á la Presidencia al señor Rivadavia. Agüero se distinguió en él por su elocuencia y cierta claridad en la exposición, que le elevaron al rango de uno de los primeros oradores de aquella notable Asamblea.

                                                                                III.

Agüero fué también uno de los miembros más importantes y más influyentes del partido unitario. Por eso Rivadavia, apenas subió á la primera magistratura, le llevó á su lado en calidad de Ministro de Gobierno. Se ha dicho últimamente que Agüero inspiró á Rivadavia muchas de las disposiciones administrativas que dan brillo al corto periodo de su presidencia; pero creemos exagerada semejante afirmación y enteramente extraña á la verdad histórica. Sea cual fuere la participación que Agüero tuvo en los consejos de gobierno y la influencia que ejerció en ellos, es un hecho indudable que Rivadavia es el único autor del plan de reformas administrativas y de organización de la República que intentó llevar á cabo, con la colaboración de hombres distinguidos, y entre los cuales se contaba Agüero.

                                                                                IV.

Después de la renuncia de Rivadavia (1827) Agüero desapareció de la escena política, para reaparecer en diciembre del año siguiente dirigiendo el motín militar que derribó la administración de Dorrego. Él presidió la reunión que tuvo lugar en la capilla de San Roque, apresurando según se dice, el trágico fin que esperaba al distinguido ciudadano que tenía en sus manos las riendas del gobierno. Las desastrosas consecuencias que trajo el motín de diciembre, obligaron á Agüero á emigrar á Montevideo hacia 1829, én cuya ciudad creemos que residió constantemente hasta la época de su fallecimiento.

                                                                                  V.

En 1840 desempeñó varias comisiones delicadas como miembro de la Comisión argentina organizada para combatir la tiranía de Rosas, y proteger la empresa aventurada, pero heroica del general Lavalle, pasando basta el ejército de este cuando se hallaba todavía en la provincia de Entre Ríos. El general Paz que le trató en esas mismas circunstancias, y á quien no se puede negar sagacidad, hace un retrato de su persona moral que cuando menos la reputamos verosímil. Ni por sus maneras ni por su traje revelaba Agüero que fuese sacerdote, pues, dice Paz, afectaba las de un seglar de buen tono. Guardaba siempre una actitud reflexiva y meditabunda, y en su trato era sumamente reservado. « Son indisputables, añade, el talento y los conocimientos del doctor Agüero. Recuerdo que le he oído hablar en la tribuna del Congreso nacional y que no había orador que le sobrepasase en elocuencia: su tono, su metal de voz, su método, su lógica, todo arrastraba á la persuasión de lo que proponía inculcar; pero á fuerza de reservarse sin duda para las grandes ocasiones, se hacía insulso y hasta insoportable. Además se habia persuadido que podía manejar á los hombres á los jóvenes militares principalmente, hablándoles frivolidades sin excluir asuntos de amorios y libertinaje.»

Fuente:

Clemente L. Fregeiro, Vidas de argentinos ilustres, Buenos Aires, Pedro Igon editor, 1893.


lunes, 14 de julio de 2014

"EL MATADERO": ESTAMPA DE UN SACRIFICIO RITUAL



                                                 Por Hugo Francisco Bauzá*

En afectuoso recuerdo de Antonio Cornejo Polar

«S'il y a réellement des crises sacrificielles, il faut qu'elles comportent un frein, il faut qu'un mécanisme auto-régulateur intervienne avant que tout soit consumé».

(R. Girard, p. 101)               



Este trabajo apunta a mostrar el vívido cuadro de costumbres de Esteban Echeverría como una suerte de sacrificio ritual, comprensible y hasta necesario -en un marco de pendencieros y matarifes-, y consumado por los bárbaros de la mazorca; se inscribe, en consecuencia, en una exégesis de corte sociológico. Esa lectio no invalida, obviamente, otras aproximaciones a esta estampa singular con marcados toques naturalistas, que es, también, «una protesta que nos honra» (J. M. Gutiérrez, p. 214), y en la que, con nitidez, apreciamos el caso de un escritor que, desplazando el miedo, deja de ser literato para convertirse en autor (Viñas, p. 14).
1. Este relato es «el primero en data entre los cuentos y bocetos descriptivos argentinos» (Battistessa, p. LXIV). A través de las páginas de este croquis o bosquejo (Gutiérrez, p. 210), que no parece haber sido diseñado para la publicación inmediata1, se evoca una historia siniestra ocurrida en el matadero del Alto de la Convalecencia, sito en el actual barrio de Parque Lezama, en la Cuaresma de 1839. Debido a la festividad religiosa se interrumpe la faena de ganado vacuno, lo que provoca angustia y desazón en una población especialmente habituada al espectáculo de la matanza y al consiguiente consumo de carne. A los ojos de esta población, es ésta una «peste» a la que se le añade otra suerte de flagelo bíblico, un diluvio que termina por anegar la zona. La situación límite producida por semejante conjunción de factores requeriría ser neutralizada con un sacrificio ejemplar. Pero, para júbilo de los hambrientos de carne, «la providencia gubernativa» (p. 153) -el Restaurador2- ordena el envío de cincuenta novillos al matadero: vuelve la carne con que aplacar el hambre y con ella vuelve también la sangre con que saciar el furor -forzadamente reprimido- de la facción política gobernante. El ritmo de vértigo con que se procede a la matanza rehabilita el cauce para una violencia previamente contenida y ahora exacerbada, que alcanzará su clímax en la escena de la vejación y muerte del unitario en el matadero, lugar donde -a los ojos de Echeverría- se rubrica el coraje de una sociedad carnicera y se fijan y consolidan sus roles.
Pero hay una muerte anterior que parece prenunciar este episodio climático. La imprudencia -o acaso el azar, la Tyche de los griegos- quiere que, al soltarse un lazo del asta de una de las bestias, la cuerda decapite a una criatura que jugueteaba por el matadero3. Mas luego, por medio de la inserción de otro episodio fortuito -esta vez cómico- la «chusma» olvida el luctuoso incidente del pequeño, al punto de que de él no queda «sino un charco de sangre» (p. 166). Echeverría describe entonces en crescendo dramático -no sin cierta perspectiva racista típica de la Weltanschauung de la época- las labores de la matanza a la par que las acciones grotesco-sarcásticas que caracterizan a los ínfimos grupos sociales habitantes de ese microcosmos4. Concluida la matanza, y cuando los matarifes se disponen a partir, uno de ellos advierte de la llegada de un unitario, «y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea» (p. 169). El resto del relato -y parte sustancial- narra la vejación y muerte del joven. Aun cuando parece que la canalla no hubiera querido verdaderamente matarlo -sino sólo divertirse (p. 177)-, es su macabro proceder el que provoca, al fin, la muerte del unitario. A modo de conclusión, fiel a su visión dicotómica de civilización y barbarie, añade Echeverría que «en aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina [...] con lo que puede verse a las claras que el foco de la Federación estaba en el Matadero» (p. 178). ¿Qué los llevó a cometer ese ultraje?
2. W. H. Hudson (1951), en su afán por comprender la extraña psicología del gaucho, recuerda que Darwin, al ocuparse del gaucho en suVoyage of a Naturalist, ofrece una visión que, si bien muy parcialmente, ayuda en este caso a comprender determinados comportamientos sociales acordes a los de los matones evocados por Echeverría. Refiere al respecto lo siguiente:
«Si un gaucho os cortara el cuello, lo efectuaría como un caballero», y aunque niño, comprendí que el gaucho ejecutaba tal faena como una criatura infernal, regocijándose así con su crueldad, hija del medio guerrero en que actuaba. Escucharía todo lo que su cautivo pudiera decirle para ablandarlo, todas sus plegarias y ruegos, para después responderle: «Ah, amigo (o amiguito, o hermano), tus palabras me traspasan el corazón. Yo te perdonaría, por consideración a tu pobre madre, que te crió con sus pechos, y por tu propio bien. He concebido, en el escaso tiempo que nos tratamos, una gran amistad por ti; pero tu hermoso y blanco cuello es tu ruina. ¿Cómo sería posible que me privara del placer de cortar semejante garganta, tan bien formada, tan suave y tan flexible? ¡Piensa en la vista de la caliente y roja sangre cayendo de esa blanca columna!».

(Op. cit.pp. 147-148)               



Pocas páginas más adelante, Hudson reflexiona sobre las opiniones contradictorias que despierta en él la figura de Rosas. Por un lado se le presenta como «el más grande e interesante de todos los caudillos de Sudamérica» y, por el otro, como el ideólogo de muchos actos criminales. A los «hechos inexplicables» protagonizados por tal figura -como el fusilamiento de Camila O'Gorman y del padre Gutiérrez-, que «para los extranjeros y para los que habían nacido en los últimos tiempos, podían aparecer como el fruto de una vesania», él les encuentra, sin embargo, cierta explicación. Estos hechos son «consecuencia de una peculiaridad sardónica suya», un «primitivo sentido del humor» muy atractivo para los gauchos, entre los que Rosas vivió desde la infancia y «con cuya ayuda alcanzó el poder supremo» (Op. cit., pp. 151-52).
Diversos estudios comparativos y de psicología social respecto del proceder de comunidades bastante diversas investigan la existencia de arquetipos que se presentan como universales y que, para nuestra mirada, pueden resultar patologías. Uno de estos arquetipos lo constituye la conducta violenta -según la entiende R. Girard-, que puede incluir la violación e incluso la muerte5. Por su parte, el helenista irlandés E. R. Dodds refiere que ese proceder violento responde muchas veces al temor de ciertas sociedades de ser víctima «no sólo del miedo a una contaminación peligrosa, sino del sentimiento profundo de un pecado hereditario» (p. 48), que es preciso erradicar de cuajo6. Los vejámenes de la violencia -incluyendo en muchos casos la violencia sexual como forma de posesión del dominador sobre el dominado- se erigen en rito insustituible de iniciación en algunas cofradías. La teleté o «ceremonia iniciática» exige del que pretende ingresar en los arcanos de esas sociedades, un sacrificio violento, en el que se conjugan sexo, sangre, y castigos corporales, llegando en casos hasta la muerte. El sadismo, independientemente del placer que pueda provocar al que lo cometa, es para esas corporaciones marginales la prueba que el victimario ofrece a sus congéneres de hasta dónde puede llegar en un rapto de locura.
En El matadero la vesania, como exteriorización de diferentes patologías -demencia, locura, furia, delirio, exacerbación, paroxismo-, no es otra cosa, para Echeverría, que el síntoma de la enfermedad de un grupo social. Esa enfermedad es el móvil que dinamiza a los matones deEl matadero que, amparados en la brutalidad de su naturaleza y en el poder que les proporciona la daga en la garganta del desarmado, hostigan colectivamente al unitario. Si bien los matarifes han terminado con la faena, aún pervive en ellos el espíritu criminal que dinamiza su oficio: son seres acostumbrados a la matanza y sin ella se hallan insatisfechos. La sed de sangre parece así connatural a ciertos hombres de los descampados, quienes no entienden otra ley que no sea la del cuchillo, siempre presto a ser utilizado. En ese sentido, la hoja afilada, más que un instrumento, es la extensión de su mano, con la que juegan en situaciones límite como la de este momento, cuando el matarife se regodea morbosamente con el filo de su daga, pasándolo sobre la garganta del unitario, mientras el coro exaltado lo incita a que con él le toque el violín, o mejor, «la resbalosa» (p. 170). Las escandalosas carcajadas y los vivas estertóreos con los que la «chusma» -ávida de sangre y violencia- alienta al captor del joven, ponen de manifiesto el placer sardónico que expresan esos marginados sociales, de forma semejante a como se aprecia en la evocación de Darwin transcrita más arriba. El hecho trasciende el placer que pueda experimentar «individualmente» el bárbaro, pues alcanza los ribetes de un placer o diversión colectivos.
3. Una corriente antropológica -representada principalmente por W. Burkert- explica que la inclinación hacia una violencia sádica en ese tipo de hermandad de rufianes se potencia cuando sus individuos se encuentran agrupados. El uso del cuchillo, el derrame de sangre o el reto a muerte funcionan en su código como una forma de hacer ostensible el coraje -rehuir esas faenas les parece cobardía-, y es por eso que el grupo alienta sin descanso para que tales vesanias sean cometidas. La demencia crece y se convierte en paroxismo orgiástico especialmente cuando los vejadores hostigan a un desvalido -se enfurecen contra él- pues su estado de indefensión los irrita en grado sumo. Se trata de una violencia incontrolable que genera más violencia y, cuando se desencadena, la sangre se hace visible por necesidad.
Para los antiguos griegos, a la hybris («soberbia») seguía necesariamente la áte («ceguera u obcecación») tras la cual era forzosa laapháneia («el exterminio del culpable»). En la narración que nos ocupa los roles están invertidos, ya que, a los ojos de los poseídos por esa furia indómita, el culpable es el otro -aunque sea la víctima-, a quien es preciso dar escarmiento para que se restablezca el orden (T. Todorov y M. Detienne han explicado con claridad esas conductas patológicas con referencia al otro, al que hay que eliminar). Conviene, además, tener en cuenta una circunstancia de carácter social: que, en el caso de este relato, el orden del matadero no es otra cosa que una microimagen del estado de cosas que -según Echeverría- rige en la Federación rosista. Así, por ejemplo, el hecho de que en la casilla donde cometen la tropelía esté escrito -significativamente en rojo- «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios», es todo un símbolo. «Los colores de este cuadro son altos y rojizos; pero no exagerados» -según sostiene Gutiérrez (p. 213)-. La alta saturación de los rojos lleva al máximo su posibilidad cromática, a la vez que remarca la nota sangrienta del relato. Sobre esa base Battistessa define con acierto este boceto como una «violenta sanguina» (p. LXIV). Por lo demás, resulta emblemático que este sacrificio ritual sea perpetrado en una suerte de templo laico -la siniestra casilla- bajo el amparo del nombre de doña Encarnación Ezcurra, celebrada por los bravucones como «patrona del Matadero» (p. 157).
Para el imaginario de esos seres cuyo código es la violencia, el unitario se impone como el inadaptado. En consecuencia, es forzoso exterminarlo, pues no encaja en la sociedad despótica que los gobierna y ante la cual su sola presencia provoca irritación. No trae la divisa federal en el frac, ni el luto de rigor en el sombrero; lleva corbata a la europea y usa la patilla en forma de «u» de los unitarios. A los ojos de esa canalla del arrabal, «el perro unitario» es un «cajetilla» (p. 169) -un hombre «empaquetado» en una apariencia ciudadana-, cuyo atuendo es el símbolo de la despreciable vida civilizada. Su vestimenta pone de manifiesto su no pertenencia a esa sociedad carnicera. Él es el otro, es el diferente, y por esta sola circunstancia -como medida de precaución dictada por el temor a lo desconocido-, a estas sociedades salvajes se les hace preciso eliminarlo. Con el sacrificio se pretende restaurar la armonía de la comunidad, dado que refuerza la unidad social. En ese sentido R. Girard sostiene que «c'est la communauté entière que le sacrifice protège de sa propre violence, c'est la communauté entière qu'il détourne vers des victimes qui lui sont extérieures» (p. 22). Desde esa óptica el sacrificio polariza sobre la víctima -en este caso el unitario- todas las disensiones ínsitas en su seno y a las que es preciso anular; la víctima deviene el phármakos que la sociedad inmola especialmente en época de calamidades, ya que éstas se sienten como la cólera de una deidad.
No importa que los matarifes del relato echeverriano no hubieran pretendido matar al unitario de forma consciente, pues mediante el ultraje en el que se solazan -que es también una suerte de rito- consiguen la muerte del desdichado, esto es, la preservación de la seguridad del grupo y el fortalecimiento del código que lo rige. La vejación se presenta como un rito necesario para que este grupo de matones canalice una serie de insatisfacciones y frustraciones que provocan un estado inarmónico en su habitat natural: la abstinencia cárnica, la inundación y el barro que se escurre por doquier, el ocio forzado e, incluso, la opresión a la que se encuentran sometidos tal vez sin darse cuenta. Hace falta un hecho extraordinario que los saque de la molicie y los devuelva a la acostumbrada barbarie o, en otro lenguaje, que los reinserte en su código de comportamiento. Es menester una víctima propiciatoria que, a través de su sparagmós («despedazamiento») ritual, neutralice el estado larval que los tiene anonadados. ¡Y hete aquí que se presenta el unitario!
4. El unitario es el chivo expiatorio que, en el imaginario de los bárbaros, parece cargar con la culpa de todos los males. La manera como Echeverría describe la vejación, tiene las características de una escena ritual: la víctima es llevada a la sala de la casilla -una parodia de las aras de sacrificio- y arrastrada al banco de los tormentos, en cuyo centro hay una mesa -una suerte de «altar»- donde los sayones ejecutan el sacrificio.
Del otro lado del rito, la víctima propiciatoria, impotente frente a ese trance desparejo, evidencia un acceso violento:
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión: su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.

(p. 173)               



La víctima está poseída por la rabia; se halla en estado de insania, presa de delirio. Desde la óptica de la historia de las religiones, parece estar en trance o iniciación: ¡el momento preciso para que los matones la inmolen a los dioses de la Federación! Y la vejación da comienzo atentando contra lo acicalado de su figura: se lo tusa a la federala -para lo cual utilizan las tijeras con que cortan las crines a sus caballos- y se afeitan sus patillas y barba, con lo que la víctima va adquiriendo de pronto un aspecto semejante al de sus verdugos. Más tarde deciden domarlo y, tras ese tormento, ordenan bajar «los calzones a ese mentecato cajetilla, y a nalga pelada» (p. 175) darle verga. La resistencia del joven es tenaz, pero inútil. El joven, boca abajo y con sus piernas amarradas «en ángulo a los cuatro pies de la mesa» (p. 176) está ya preparado para el «rito propiciatorio». La vejación ha llegado a su clímax. Para alcanzar este punto límite, no es necesario consumar la amenaza de la penetración anal del vencido -sí parece serlo usualmente en otras culturas, no en la pampa. Tras ese sometimiento en que las fuerzas y la moral están exhaustas, no le resta a la víctima otra cosa sino la muerte.
El sacrificio ha sido consumado. Los verdugos y quienes han asistido a ese ritual salvaje, tras el anonadamiento inicial, abandonan la casilla del matadero después de haber dado rienda suelta a una violencia contenida que les impedía estar en armonía consigo mismos. El cortejo de sacrificadores sale exultante como sucedía en ciertas procesiones dionisíacas tras haber inmolado a la víctima. A través de la macabra «diversión», se llena el vacío de los espíritus: «"-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él, y tomó la cosa demasiado a lo serio" -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre» (p. 177). El sparagmós ha cumplido su cometido: ha restablecido el código que debe regir en el Matadero, que no es otro que el de la barbarie de la sociedad malsana que, según Echeverría, los gobierna y de la cual el matadero se erige como emblema.
Me resta referir que, para la cosmovisión del autor, la vejación del unitario es también una suerte de práctica didáctico-moralizante que amonesta respecto de lo que sucede con los librepensadores que se oponen al absolutismo del Restaurador. Operación masacre, de R. Walsh, y otras narraciones afines más contemporáneas, muestran -con algunos cambios de escenario y, naturalmente, de drammatis personae- la vigencia del motivo central expuesto en el relato de Echeverría, dado que, pese a los diversos esfuerzos procívicos, la tensión agónica entre distintos grupos políticos no ha logrado resolverse todavía. El Matadero de Echeverría o el sórdido relato de Walsh que hemos evocado sacan a la luz los aspectos más sombríos de la condición humana -homo homini lupus-. En situaciones extremas (la abstinencia entendida no como ayuno cristiano sino como flagelo impuesto, la inundación sentida como castigo, la plaga del autoritarismo que acucia por doquier o la «peste» física o moral que asfixia a los espíritus libres) estos componentes de nuestro lado oscuro se convierten en una vesania intemporal cuyo alcance es difícil de precisar, pero ante la que no hay que doblegar los brazos.



Bibliografía
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 * http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-matadero-estampa-de-un-sacrificio-ritual/html/5e5dec2a-5257-11e1-b1fb-00163ebf5e63_2.html#I_0_
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