Emilio Hardoy. |
Por José Claudio Escribano
En 2007 se cumplen
quince años de la muerte de Emilio Hardoy. Nadie como él encarnó en su época el
carácter de un político conservador. En las líneas que siguen, preparadas para
el prólogo de un libro de homenaje de sus amigos, procuraré describir el perfil
de quien se atuvo a una máxima inscripta desde antiguo en Bodleian, la
biblioteca de Oxford: “Estudia como si fueras a vivir eternamente y vive
como si fueras a morir mañana”. Hombre de inmensas lecturas, ciudadano de
interminables tertulias. Traté a Hardoy, por primera vez, tras la caída del
presidente Perón. Era comienzos de 1956. Por aquel entonces, los políticos
conservadores se debatían entre, por un lado, continuar una política de rotundo
antagonismo hacia el fenómeno peronista de masas añorantes del jefe depuesto,
o, por otro, acompañar la prédica de un “conservadorismo popular”, más
conciliador con el movimiento político derrotado en campos de batalla militar.
Asumía la dirección de esta última línea Vicente Solano Lima, quien terminaría
acompañando al doctor Héctor J. Cámpora como vicepresidente de la Nación en el
gobierno de corta existencia de 1973. Había para Hardoy algo de excitante, de
seducción misteriosa en el rumor de multitudes. Y, en los inacabables monólogos
introspectivos del hombre pensante, eso había competido, en los años cuarenta y
cincuenta, con la decisión, no menos resuelta, de luchar y poner en riesgo
hasta la libertad y la vida por las libertades públicas y los derechos y
garantías del individuo agraviados por el régimen que aquellas mismas
multitudes prohijaban.
Nada era ajeno en su corazón a los fenómenos más
populares y, sin embargo, estaba en todo tiempo alistado para combatir en
nombre y representación -¡ay!- de minorías recalcitrantes. En 1991, poco antes
de su muerte, reconoció en un discurso la condición minoritaria del
conservadorismo y dijo ilusionarse con la posibilidad de que esa fuerza creciera
en el futuro “por poseer principios de respeto, flexibilidad en el trato con
sus opositores, creer más en la evolución que en las revoluciones y respetar
siempre la seguridad jurídica y los derechos humanos”. Aquella dualidad
simultáneamente inclusiva de un interés por lo colectivo y por lo individual
completa la fisonomía política esencial de Hardoy y explica, también, que alguna
vez expresara: “Donde hay un hombre libre que tenga, además, conciencia de sus
obligaciones sociales, hay un conservador”.
Sentido del deber
Sentido del deber
Había comenzado
temprano la trayectoria política que compartió con el ejercicio de la abogacía
y el periodismo, en el que descolló como jefe de Editoriales de La Prensa. Era
un joven sin la edad suficiente establecida por la Constitución Nacional,
cuando decidió pugnar por una banca en la Cámara de Diputados de la Nación.
Resultó elegido, pero tuvo que armarse de paciencia. El cuerpo aplazó la
aprobación del diploma hasta que cumplió 25 años, en 1936. El más importante de
sus libros se titula Defensa de la responsabilidad. Nombre apropiado para un
texto de quien decía que “el rasgo principal del espíritu conservador viene a
ser el sentido de la responsabilidad”. Esa percepción del deber antes que de la
sensualidad llamada al aplauso y al reconocimiento público le impediría,
después de caído Perón, acercarse, con el entusiasmo de otros dirigentes
conservadores, al movimiento político privado de su líder. Perón estaba desde
1955 en el exilio -apañado de modo sucesivo por regímenes de derecha variopinta
y sin excepciones extrema, desde Stroessner al generalísimo Franco-, pero no
por eso sumido en la inacción. En 1957, en Santa Fe, trabé con Hardoy relación
diaria. Fue en la convención constituyente convocada por el gobierno del
general Pedro Eugenio Aramburu. Se cumplirán en septiembre cincuenta años de
ese cuerpo que contó, como el que más dentro de las experiencias legislativas
argentinas del siglo XX, con individualidades de alta categoría política. Allí
estaban los hermanos Ghioldi, Américo (socialista) y Rodolfo (comunista);
Horacio Thedy, Luciano Molinas y Camilo Muniagurria (demócratas progresistas);
Alfredo Palacios y Nicolás Repetto (socialistas); José Antonio Allende
(demócrata cristiano), y un conjunto de políticos agrupados en lo que por
primera vez se denominó “Bloque de Centro”. Entre ellos, además, de Hardoy,
Pablo González Bergez, Emilio Jofré, Adolfo Vicchi, Guillermo Belgrano Rawson,
Reynaldo Pastor y dos cordobeses de vena desopilante: José Aguirre Cámara y
José Antonio Mercado. Recuerdo que una mañana concurrí a la sala que servía de
biblioteca ad hoc de la convención. Observé allí cómo Hardoy componía, con
llamativa velocidad, sin mirar el teclado de la máquina de escribir frente a la
cual estaba sentado, la traducción al español de un texto jurídico en inglés.
Luego supe que dominaba aún con más facilidad el alemán, que había aprendido de
chico en el colegio Cangallo Schule. La convención de Santa Fe había nacido
mal. Por una derivación perversa del sistema de representación proporcional D
Hont, la Unión Cívica Radical Intransigente, del doctor Arturo Frondizi, había
obtenido 79 bancas, contra 77 de la Unión Cívica Radical del Pueblo, que la
había superado, sin embargo, por unos 150.000 votos. El quórum de la convención
trastabilló desde la primera sesión. La tarde inaugural, después de impugnar la
convocatoria dispuesta por el gobierno de facto, el bloque de la UCRI,
presidido por el doctor Oscar Alende, se retiró definitivamente del recinto. A
lo largo de veinte sesiones los convencionales manifestaron, como con acierto
diría Hardoy más tarde, una verdadera “obsesión por el micrófono”. Tal vez la
debilidad verborrágica, sobre la que no exageró nada, haya sido catarsis de la
década precedente de silencio y mordazas. Por casi diez años la oposición al
peronismo tuvo prohibido el micrófono en las radios. En 1955, después de los
bombardeos de junio sobre la Casa Rosada, se hicieron tres excepciones, que
fueron interpretadas como síntoma posible de un cambio de rumbo en el gobierno.
La ilusión duró poco. Se permitió hablar, con días de diferencia, a los
doctores Arturo Frondizi, Luciano Molinas y Vicente Solano Lima. Leyeron sus
mensajes, pero con previo conocimiento por parte de las autoridades de los
textos preparados. Lo que se había abierto con esperanzados aires de
pacificación concluyó, como se sabe, con el discurso amenazante de Perón, del
31 de agosto siguiente, y la advertencia siniestra: “Por cada uno de nosotros
que caiga, caerán cinco de ellos”.
En más de una oportunidad discutimos con Hardoy el curioso destino de aquella convención conformada por tantos hombres valiosos, pero inorgánica y deficiente. Una réplica exacta, acaso, de esa Argentina de todos los días, con recursos humanos individuales de llamativa creatividad, pero en el fondo actores desaprovechados de una sociedad desarticulada, imprevisible. Aquella convención cumplió, después de todo, la misión primaria para la cual había sido convocada, que era elevar el rango jerárquico de la abrogación de las reformas de 1949. Aramburu había anunciado, en un discurso conocido como Proclama de Paraná, del 27 de abril de 1956, que quedaban sin vigencia las controvertidas modificaciones de 1949 a la Constitución Nacional. Por más de un año la Proclama no había tenido otro soporte legal que el de un decreto. Hardoy contribuyó, con la mayoría de sus compañeros de bloque, a asestar el golpe final a la convención de 1957. Esta se prolongó por más de dos meses. Ratificó no sólo la vigencia de la Constitución de 1857/60; sancionó, además, el artículo 14 bis, de derechos sociales, y facultó al Congreso de la Nación a dictar los códigos del Trabajo y Seguridad Social. Si Hardoy estuvo a la cabeza de quienes se retiraron intempestivamente de aquella convención y resultó ser, por añadidura, uno de los protagonistas de la ruptura del Bloque Centro, fue por su acendrada condición conservadora. Por contraste, cuatro convencionales de su bloque optaron, en nombre de consignas liberales, por permanecer en el recinto. Todavía por aquellos años el liberalismo expresaba, en la nomenclatura política argentina, algo menos estrecho que un compromiso dogmático con la libertad de mercados, pero más amplio y más próximo a las tendencias progresistas que se vinculaban en el pasado con Mayo, con Caseros y habían sido defensoras de la República Española. Se quedaron González Bergez (Buenos Aires), Belgrano Rawson (San Luis) y Aguirre Cámara y Mercado (ambos cordobeses). “Nos fuimos de la convención -dijo Hardoy- para no convalidar con nuestra presencia algunos de los proyectos de estatización de la economía, de reforma agraria o de privación para las provincias de sus riquezas naturales que abundaban en la Comisión Reformadora de la convención”. Poco después de que los conservadores abandonaran Santa Fe, la convención se desplomó con el concurso de los radicales que respondían al ex gobernador de Córdoba Amadeo Sabbatini.
En más de una oportunidad discutimos con Hardoy el curioso destino de aquella convención conformada por tantos hombres valiosos, pero inorgánica y deficiente. Una réplica exacta, acaso, de esa Argentina de todos los días, con recursos humanos individuales de llamativa creatividad, pero en el fondo actores desaprovechados de una sociedad desarticulada, imprevisible. Aquella convención cumplió, después de todo, la misión primaria para la cual había sido convocada, que era elevar el rango jerárquico de la abrogación de las reformas de 1949. Aramburu había anunciado, en un discurso conocido como Proclama de Paraná, del 27 de abril de 1956, que quedaban sin vigencia las controvertidas modificaciones de 1949 a la Constitución Nacional. Por más de un año la Proclama no había tenido otro soporte legal que el de un decreto. Hardoy contribuyó, con la mayoría de sus compañeros de bloque, a asestar el golpe final a la convención de 1957. Esta se prolongó por más de dos meses. Ratificó no sólo la vigencia de la Constitución de 1857/60; sancionó, además, el artículo 14 bis, de derechos sociales, y facultó al Congreso de la Nación a dictar los códigos del Trabajo y Seguridad Social. Si Hardoy estuvo a la cabeza de quienes se retiraron intempestivamente de aquella convención y resultó ser, por añadidura, uno de los protagonistas de la ruptura del Bloque Centro, fue por su acendrada condición conservadora. Por contraste, cuatro convencionales de su bloque optaron, en nombre de consignas liberales, por permanecer en el recinto. Todavía por aquellos años el liberalismo expresaba, en la nomenclatura política argentina, algo menos estrecho que un compromiso dogmático con la libertad de mercados, pero más amplio y más próximo a las tendencias progresistas que se vinculaban en el pasado con Mayo, con Caseros y habían sido defensoras de la República Española. Se quedaron González Bergez (Buenos Aires), Belgrano Rawson (San Luis) y Aguirre Cámara y Mercado (ambos cordobeses). “Nos fuimos de la convención -dijo Hardoy- para no convalidar con nuestra presencia algunos de los proyectos de estatización de la economía, de reforma agraria o de privación para las provincias de sus riquezas naturales que abundaban en la Comisión Reformadora de la convención”. Poco después de que los conservadores abandonaran Santa Fe, la convención se desplomó con el concurso de los radicales que respondían al ex gobernador de Córdoba Amadeo Sabbatini.
El coraje de pedir perdón
Emilio Hardoy había nacido en 1911 en la Capital
Federal. Por años de afincamiento se sentía vecino de Lomas de Zamora y de
Adrogué. El primer Hardoy en llegar a estas tierras había sido un vasco
francés. El padre había sido amigo de Hipólito Yrigoyen, a quien el inolvidable
“Coco” convocaba en los recuerdos por el apelativo de “El Peludo”. A no ser por
las dos veces que fue, siendo muy joven, comisionado municipal de Saladillo y
San Martín, Hardoy estuvo apartado de los cargos administrativos. Fue lector
voraz, sobre todo de temas históricos y, en particular, del género biográfico,
por el que transitó su pluma privilegiada. Abordó, entre otras, las vidas de
Adolfo Alsina, Carlos Pellegrini, Rodolfo Moreno -caudillo bonaerense a cuya
esfera de atracción perteneció-, Trotski, Palmerston, Spengler, Einstein. “Las
auténticas memorias -observó- siempre tienen como sustrato a la acción. Las
meditaciones filosóficas, las hipótesis científicas, las ideas puras, no pueden
trasvasarse al odre de las memorias, que necesariamente hay que llenar con
hechos y conflictos de los que derivó el curso de los acontecimientos: la
teoría de Einstein sólo fue historia cuando se convirtió en bomba atómica”.
Hardoy tenía coraje suficiente para contradecir,
sin temor al escándalo o la maledicencia, el hábito complaciente de afirmar,
sin reservas, que “el pueblo nunca se equivoca”. “Claro que se equivoca”,
afirmaba dentro de la línea argumental en la cual podemos decir que todos,
absolutamente todos, nos equivocamos, y caemos en el error innumerables veces,
porque la imperfección se atenúa o se agrava con los años según los casos, pero
nunca desaparece. Es congénita a la naturaleza humana. Era, pues, el hombre
indicado para pedir perdón histórico, en nombre del conservadorismo argentino,
por los fraudes electorales cometidos entre 1930 y la revolución de 1943. En
1992, poco antes de su muerte, invitado a participar de un acto en recordación
de Marcelo T. de Alvear, se hizo cargo del agravio que había cerrado, en las
elecciones nacionales de septiembre de 1937, el paso al poder a quien ya había
prestado valiosos servicios a la República, en la década del veinte, como
presidente de la Nación. “Ese fraude electoral -reconoció- fue un acto de
locura y, más que eso, un crimen político que pagamos allanando el camino al
advenimiento de la dictadura totalitaria”. Fue más allá todavía. “La patria
-dijo- no perdonará el crimen político de los conservadores ni la dictadura de
Perón ni el asalto de los centuriones al poder ni tampoco los errores y
fracasos de los gobiernos radicales. Todos tenemos que confesar nuestras culpas”.
En El racionalismo en la política, de Michael Oakesshott, se halla un retrato
clásico del político conservador. Se diría que fue hecho a medida de Hardoy: “Ser
conservador -escribió el pensador británico- es preferir lo familiar a lo
desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al
misterio, lo efectivo a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo
distante, lo suficiente a lo excesivo, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente
a la felicidad utópica”. Lo indignaba oír hablar de una supuesta ideología
conservadora. El conservadorismo es pragmatismo puro, reconvenía Hardoy,
pragmatismo asentado sobre dos o tres grandes principios fundadores y que actúa
con la voluntad de ser factor de equilibrio social, de culto de la tradición,
de estímulo a la iniciativa privada y a la creación de riqueza al servicio de
la prosperidad general. Lejos estaba, pues, de las ideologías, esas asociaciones
de creencias muchas veces fortificadas, se ha hecho notar, en la petulancia de
quienes las imaginan.
Fuente:
http://www.lanacion.com.ar/873183-emilio-hardoy-la-estirpe-de-un-conservador